Era otro México

Alguna vez les platiqué a mis hijas de mis aventuras pidiendo aventones, lo que  en Sonora llaman ‘raites’. Varias veces me detuve para recalcar que “eran otros tiempos”, pensando en lo peligroso que resultaría el que quisieran seguir mis pasos. Al iniciar la cuarta advertencia una de ellas se apresuró a decir “Si, papá, ya lo sabemos, eran otros tiempos...”


Viviendo en Puebla y con ganas de pasar los fines de semana en Córdoba, mi novia Maritza y yo decidimos ahorrarnos el dinero del pasaje y pedir aventón en la carretera. Maritza, no me cabe duda, era más valiente que yo. Lo último que supe de ella es que trabaja para el ejército de los Estados Unidos en Alemania y que corre maratones. Gran mujer, fuerte y determinada.


Nuestro primer trabajo fue vender suscripciones al Club del Libro (o algo así) de puerta en puerta. Habíamos encontrado el anuncio en el periódico juntos, fuimos a la entrevista juntos y obtuvimos el trabajo juntos. Duramos, creo, unas dos semanas. Casi no vendimos nada. Yo quería regalar mi comisión con tal de que me compraran y hubo quien nos cerrara la puerta en la nariz. Yo hubiera renunciado al segundo día y me imagino que Maritza también, pero no iba a ser yo el que se echara para atrás, así que le seguimos el tiempo que le seguimos por puro orgullo.


Un buen día, sentados en una banqueta tuvimos más o menos la siguiente conversación: “¿Cómo ves?”, “¿Cómo ves tú?”, “¿Te gusta esto?”, “¿A tí?”, “No mucho ¿Y a tí?”, “Pues tampoco”, “¿Quieres renunciar?”, “¿Tú?”, “Pues si tú quieres”, “Pues sí”. Ya con el orgullo a salvo, fuimos a renunciar. Cobramos la paga y nos dirigimos a “Queso, Pan y Vino” que era un restaurante nuevo por el rumbo de La Paz con un nombre que sonaba muy atractivo. Los frutos de nuestra labor de dos semanas alcanzaron para una comida.


Pero vuelta a los aventones. Mi ahora compadre se había casado muy joven y tenía un departamento que siempre consideré mi casa. Las reuniones eran memorables y las discusiones sobre política, cine, música y todo lo demás siempre fueron sabrosas e interminables. Así que muchos fines de semana y vacaciones de la escuela, el dedo gordo nos llevaba a Córdoba.


Córdoba siempre ha sido el paraíso de las picadas, los elotes con chile y el pozole, los cocteles de camarón y las tostadas de cazón que, por alguna razón, recuerdo con esa lluvia fina que lo moja todo y una cantidad de charcos interminable, entre losetas y banquetas que suben y bajan siguiendo la altura siempre variante de las calles. Gris, pero no un gris triste como el de las películas sino un gris vivo, de reflejos del cielo.


Serrat tiene una canción que se llama “Una de Piratas” donde habla del buen corazón de los corsarios. Mi amigo Luis decía que había que cambiar el título por “Una de traileros” y es que, a los traileros nunca les faltó plática amena ni ganas de invitarnos a desayunar o a comer. Viajes largos y lentos hechos más tolerables con nuestra compañía. Nunca nos sentimos en peligro, inocencia de juventud o confianza en la bondad innata de la gente…


Las estancias en Córdoba lo mismo que mi noviazgo con Maritza merecen otra nota, hoy trataba de hablar de los aventones. Con mi tocayo Luis fuimos dos veces a Puerto Escondido en Oaxaca y sin compañía llegué un día a Ixtapa y otro hasta Obregón, Sonora, con ayuda de un federal de caminos. Este último viaje lo inicié en tren México-Guadalajara, le seguí de aventón hasta algún lugar cerca de Mazatlán donde, en una gasolinería hice plática con unos federales que detuvieron a un camión de pasajeros y le pidieron/ordenaron que me llevara a Sonora.


Los aventones cortos fueron en la recta a Cholula, camino a la Universidad, 7 kilómetros que caminé una y sólo una vez y que transite muchísimas veces con ayuda del dedo gordo y de otros estudiantes lo suficientemente afortunados como para tener coche.


Siempre me he pasado de confiado, al grado de que la puerta de mi casa (no publico dirección, jeje) siempre está abierta. Así crecí, con la puerta abierta y así he vivido la mayor parte de mi vida. Viviendo en Obregón perdí la llave, así que no sólo estaba la puerta abierta sino que no había forma de cerrarla. No se lo recomiendo a nadie y ya se que me van a decir que soy muy irresponsable pero…. ¿Qué le vamos a hacer? Ya estoy muy viejo para cambiar. Tal vez mi historia con los aventones me hizo ser como soy.

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